LAS SOMBRAS DETRÁS DEL PESEBRE
Aún recuerdo el polvo levantándose con cada paso que dábamos. José tirando de aquella mula cansada mientras mi vientre, hinchado como luna llena, palpitaba al ritmo de mis temores. ¿Qué madre no temblaría conociendo el destino que los hombres tejerían para su hijo? Ah, pero yo no era cualquier madre, ¿verdad? Al menos eso es lo que ahora proclaman desde altares dorados.
Todo es tan absurdo desde este lado de la eternidad. Observo los templos colosales, las estatuas recubiertas de oro, los hombres vestidos con sedas y púrpuras que hablan en nombre de mi hijo. El mismo que nació entre la paja y el estiércol, cuyo primer arrullo fue el resuello de animales hambrientos.
Pero empecemos por el principio… o quizás por mi final, que es desde donde ahora observo la grotesca mascarada.
Era apenas una niña jugando a ser mujer cuando aquella presencia irrumpió en mi habitación. Un ser de luz, dicen los textos sagrados. Un destello de terror para una joven de Nazaret que apenas había sangrado tres veces.
—Has sido elegida. —Pronunció aquella voz que reverberaba como mil truenos. Elegida… qué palabra tan contradictoria. Como si la imposición divina fuera alguna vez una elección.
¿Alguien se preguntó si yo deseaba cargar con el peso del mundo entre mis caderas adolescentes? ¿Si quería convertirme en el vientre de una revolución que acabaría devorada por su propia leyenda?
El —sí— que pronuncié no fue un acto de devoción sublime. Fue un susurro de supervivencia. ¿Qué otra respuesta podía dar una muchacha pobre ante la imposición de lo eterno?
Belén nunca fue un lugar de gloria. Fue una noche de puertas cerradas y miradas hostiles. José golpeando puertas ajenas, rogando por un rincón para su mujer a punto de parir. Yo, mordiéndome los labios hasta sangrar para no gritar mientras las contracciones destrozaban mi cuerpo.
No hubo estrellas brillantes que guiaran a reyes exóticos. Hubo frío, dolor y la soledad más absoluta que pueda imaginar una madre primeriza. Cuando Jesús brotó de mí entre fluidos y sangre, lo primero que vi en sus ojos no fue divinidad. Vi vulnerabilidad humana. Tan frágil que me partió el alma.
El primer milagro no fue convertir agua en vino años después. Fue sobrevivir aquella noche, en aquel lugar inmundo, sin parteras ni hierbas para aliviar el sufrimiento.
¿Por qué creen que faltan treinta años en los relatos sobre mi hijo? Les diré por qué: porque la verdad cotidiana no alimenta leyendas. Mi pequeño, aquel que ahora pintan con aureolas doradas, fue un niño que sangró cuando se raspaba las rodillas. Que lloró cuando otros niños lo rechazaban por no tener padre reconocido. Que aprendió a tallar la madera junto a José mientras yo remendaba ropas ajenas para conseguir un pedazo de pan.
Hambre. Conocimos el hambre verdadera. Esa que hace que las entrañas se retuerzan como serpientes furiosas. La que provoca que una madre divida un trozo de pan en tres partes y finja que la suya es suficiente.
—Bienaventurados los pobres. —Diría él después. No por romanticismo espiritual, sino porque conocía la dignidad feroz que requiere sobrevivir en los márgenes.
¿Quieren saber qué clase de hombre crié? Uno que reía hasta que le dolían las costillas. Que se enfurecía hasta temblar ante las injusticias. Que dudaba, sí, dudaba profundamente cuando el peso de su conciencia lo abrumaba.
Sus milagros nunca fueron lo que ahora pregonan. El agua transformada en vino fue más bien el milagro de compartir lo poco que se tiene. Los ciegos que volvieron a ver fueron aquellos a quienes mi hijo devolvió la dignidad cuando todos los demás apartaban la mirada. Los muertos resucitados fueron los marginados a quienes insufló un nuevo propósito.
Lo extraordinario de Jesús no era lo sobrenatural. Era su obstinada insistencia en ver humanidad donde otros solo veían desechos.
Qué escena tan patética contemplo ahora. Hombres arrodillados ante pequeños discos de pan, jurando que es la carne de mi hijo. Bebiendo vino y llamándolo sangre en una especie de ritual caníbal simbólico.
Si hubieran estado allí… Si pudieran entender lo que realmente ocurrió aquella noche.
Mi hijo, sintiendo ya el aliento de la muerte sobre su nuca, reunió a sus amigos más cercanos. No para instaurar rituales pomposos. Lo hizo para un último intento desesperado de que entendieran su mensaje.
—Este pan soy yo, —les dijo. No como una declaración mística de transubstanciación, por todos los cielos. Era una metáfora brutal:— Cuando me maten, cuando mi cuerpo sea destrozado como este pan que rompo, recuerden que deben alimentarse unos a otros. Ser sustento para el hambriento.
—Esta copa es mi sangre. —No como un sacramento etéreo, sino como advertencia cruenta:— Mi sangre será derramada. Y de nada servirá si ustedes no están dispuestos a entregar su vida por los demás como yo haré.
Pero era pedir demasiado, ¿verdad? Mejor convertirlo en un ritual dominical donde comulgar absoluciones mientras se ignora al mendigo en la puerta del templo.
¿Saben lo que es para una madre ver morir a su hijo? No, no lo intuyen siquiera.
Presencié cómo su piel se desgarraba bajo el látigo. Cómo su rostro, aquel mismo rostro que había amamantado, limpiado, besado, se deformaba bajo una corona de espinas. Vi cómo clavaban sus manos, las mismas que tantas veces se habían aferrado a mis dedos, en maderos toscamente cortados.
No hubo intervención divina. No se oscureció el sol ni tembló la tierra más allá del temblor de mi propio corazón haciéndose pedazos.
Y ahora, dos milenios después, llevan esa misma tortura colgada en cadenas de oro sobre pechos opulentos. Coronan con ella palacios y catedrales. Bendicen guerras con ese símbolo de sufrimiento. Si mi hijo viera las atrocidades cometidas bajo el signo de su tortura…
Ellos dicen que mi hijo resucitó al tercer día. Que su cuerpo se levantó glorioso de entre los muertos. La verdad es a la vez más simple y más extraordinaria.
El sepulcro vacío no fue producto de un cuerpo que desafió las leyes naturales. Fue el resultado de amigos devotos que, en su dolor, no podían aceptar que todo terminara en una tumba fría. Necesitaban creer que había algo más. Que tanta bondad, tanta compasión, tanto amor no podía simplemente desvanecerse.
Y tenían razón, aunque no como ellos pensaban.
Mi hijo resucitó en cada palabra suya que seguía viva en sus seguidores. En cada acto de compasión inspirado por su ejemplo. En cada mesa compartida con los marginados.
Esa era la verdadera resurrección que él buscaba. No un cuerpo glorificado, sino un mensaje encarnado en quienes siguieran sus pasos.
—Sobre esta piedra edificaré mi iglesia—, —le atribuyen. Qué afirmación tan extravagante para quien aborrecía las estructuras religiosas de su tiempo.
Mi hijo nunca quiso templos de mármol ni jerarquías eclesiásticas. Su iglesia era las orillas polvorientas de los caminos donde se sentaba a conversar con prostitutas y leprosos. Sus catedrales, eran las casas humildes donde compartía el pan con publicanos y pescadores.
Lo que él fundó fue un movimiento de resistencia. Una comunidad de iguales que desafiaba el orden establecido.
Y mírenlos ahora. Cardenales compitiendo por tronos de poder. Teólogos debatiendo minucias doctrinales mientras ignoran el hambre de los pueblos. Predicadores en mansiones pidiendo diezmos a los pobres.
Y todo en su nombre. En el nombre del carpintero que no tenía donde recostar su cabeza.
Y yo… ¿qué han hecho conmigo? Me han vestido de azul celeste y me han coronado reina. Han borrado mis arrugas, mi sudor, mis lágrimas. Han convertido a una mujer campesina en una virgen etérea de facciones europeas.
Inmaculada, me llaman. Como si mi humanidad, mi sangre menstrual, mi sexualidad fueran manchas a eliminar. Como si ser mujer con deseos, dudas y temores fuera incompatible con ser la madre de aquel a quien llaman salvador.
Me han silenciado para convertirme en un ícono mudo que asiente a todo lo que hacen en nombre de mi hijo. Una figura sumisa que eleva los ojos al cielo mientras el mundo arde.
Pero yo grito. Grito desde este lado de la eternidad. Grito cada vez que usan mi imagen para oprimir a otras mujeres. Cada vez que silencian voces femeninas en los templos construidos presuntamente para honrar a mi hijo. Cada vez que utilizan mi maternidad para encadenar a mujeres a destinos que no han elegido.
Si pudiera hablar, si realmente pudieran escucharme, les diría que lo han entendido todo al revés. Mi hijo no vino a fundar una religión. Vino a acabar con ellas. No vino a crear nuevos templos, sino a derribar las barreras entre lo sagrado y lo profano. No vino a establecer nuevas normas morales, sino a reducirlas todas a una sola: ama sin condiciones como si tu vida dependiera de ello, porque así es.
Los milagros que tanto pregonan fueron simples actos de humanidad en un mundo deshumanizado. Tocar al intocable. Abrazar al marginado. Perdonar lo imperdonable. Compartir lo poco. Amar lo aparentemente inamable.
Y lo siguen crucificando. Lo crucifican cada vez que usan su nombre para juzgar en lugar de amar. Cada vez que construyen muros en vez de puentes. Cada vez que acumulan riquezas mientras otros carecen de lo esencial.
Lo más irónico es que él los perdonaría. Les sonreiría con esa mezcla de compasión y tristeza que reservaba para quienes estaban demasiado ciegos para ver lo evidente. Les diría una vez más, paciente como siempre: El reino no está en templos suntuosos ni en dogmas rígidos. Está dentro de ustedes y entre ustedes cuando se atreven a amar sin miedo.
Así que aquí estoy, observando el espectáculo desde la eternidad. Una madre anciana y cansada contemplando cómo tergiversan la vida de su hijo. Él lo sabía. Sabía que esto pasaría. La noche antes de que lo arrestaran, mientras todos dormían, se sentó junto a mí y me tomó las manos como cuando era niño y buscaba consuelo.
—Madre, —me dijo con ojos llenos de lágrimas contenidas—, tomarán mis palabras y construirán imperios con ellas. Olvidarán que vine a derribar imperios. Convertirán mi mensaje de libertad en nuevas cadenas.
Lloré con él aquella noche. No por su muerte inminente que ambos presentíamos, sino por la muerte más lenta y dolorosa que vendría después: la muerte de su verdadero mensaje.
Porque al final, mi hijo no vino a ser adorado. Vino a mostrar un camino. Y el camino nunca fue arrodillarse ante un altar, sino levantarse y caminar hacia el sufrimiento humano con las manos abiertas y el corazón dispuesto.
Esa es la verdad que esta vieja madre guarda. Esa es la historia que los pergaminos nunca contaron.