EL SUSURRO Y LA TORMENTA

Cuando el reloj de la catedral marcó las doce, Augusto Méndez sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. No era el frío de aquella noche de noviembre lo que le estremecía, sino la certeza de que algo o alguien observaba cada uno de sus movimientos desde las sombras de su habitación.

El ritual había comenzado tres semanas atrás. Primero fueron los susurros, apenas audibles, que emergían del rincón más oscuro de su alcoba. Luego vinieron las visiones: rostros deformados por el dolor que se manifestaban fugazmente en el espejo de su armario. Y finalmente, las marcas en su cuerpo: líneas rojizas que aparecían por la mañana como si hubieran sido trazadas con la punta de un alfiler mientras dormía.

—¿Qué clase de Dios permitiría esto? —se preguntaba Augusto mientras contemplaba por la ventana la imponente iglesia que se alzaba frente a su departamento. La ironía no le pasaba desapercibida: había crecido bajo la sombra de aquella institución que prometía salvación, pero ahora, a sus cuarenta y dos años, se encontraba más cerca del abismo que del cielo.

El sacerdote le había dicho que rezara. El psiquiatra le había recetado antipsicóticos. Su esposa, antes de abandonarlo, le había sugerido que dejara el alcohol. Nadie comprendía que lo que habitaba en su interior era más antiguo que cualquier diagnóstico moderno, más poderoso que cualquier plegaria.

Aquella noche, mientras la ciudad dormía bajo una luna amarillenta y enferma, Augusto esperaba la visita. Sabía que vendría, como cada noche a la misma hora. El ritual se repetía con la precisión de un metrónomo infernal.

A las 12:01, la temperatura de la habitación descendió varios grados. Los objetos sobre su escritorio comenzaron a vibrar sutilmente. Y entonces, la voz. Esa voz que parecía emerger desde las entrañas de la tierra, pero que resonaba dentro de su cabeza con una claridad que ningún sonido terrenal podría alcanzar.

­—No eres lo suficientemente fuerte para resistir la tormenta.

—susurró el diablo en su oído.

Augusto sonrió. Una sonrisa torcida, casi macabra, que iluminó su rostro demacrado por el insomnio y la angustia existencial.

—¿Sabes qué es lo más gracioso de todo esto? —preguntó al vacío— Que ustedes, los ángeles caídos, los demonios, los dioses oscuros o como quieran llamarse, creen que nos conocen. Creen que pueden medir la profundidad del abismo que habita en cada uno de nosotros.

Un viento helado agitó las cortinas de la habitación. Los libros de filosofía y teología que Augusto había acumulado durante años buscando respuestas que ningún texto sagrado podía ofrecerle cayeron de los estantes uno tras otro, como una procesión de ideas muertas.

—Los humanos inventamos a Dios porque tememos a la oscuridad. Luego te inventamos a ti, porque tememos a Dios.

—continuó Augusto, mientras se servía un vaso de whisky barato— ¿Pero sabes qué es lo verdaderamente aterrador? Que ni tú ni Él existen realmente. Son solo proyecciones de nuestro propio vacío.

La presencia pareció condensarse en un rincón de la habitación. Una sombra más densa que la oscuridad misma que parecía absorber la escasa luz que entraba por la ventana.

—Blasfemo, —gritó la voz— Tus palabras no cambian lo inevitable. La tormenta viene, y te destrozará.

Augusto bebió el contenido de su vaso de un solo trago. El alcohol quemó su garganta, pero no tanto como las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—¿Crees que le temo a la tormenta? —preguntó con una carcajada seca—.  Yo he navegado en mares que harían temblar a tus infiernos. He contemplado abismos que ni siquiera tú te atreverías a mirar. Cada día me levanto y continúo existiendo en un mundo que no tiene sentido, que no ofrece respuestas, que solo promete sufrimiento y eventual olvido.

Se levantó tambaleante y se acercó al rincón donde la presencia parecía más densa. Con un movimiento deliberado, aproximó su rostro a aquella oscuridad antinatural.

—Tú amenazas con la tormenta como si fuera algo ajeno a mí,

—susurró Augusto— Como si no llevara años gestándose en mi interior. Como si cada decepción, cada traición, cada momento de desesperación existencial no hubiera alimentado el huracán que ahora llevo dentro.”

Un trueno retumbó en la distancia, como si el cielo mismo respondiera a sus palabras. La lluvia comenzó a golpear violentamente contra los cristales de la ventana, creando un ritmo frenético que parecía sincronizarse con los latidos de su corazón.

—La religión promete salvación, pero solo ofrece culpa. La ciencia promete verdad, pero solo ofrece teorías. El amor promete eternidad, pero solo ofrece momentos efímeros de conexión antes de la inevitable separación, —continuó Augusto, mientras regresaba a su sillón y contemplaba cómo la lluvia distorsionaba las luces de la ciudad—. Yo no necesito que me salven de la tormenta. La tormenta es lo único auténtico que me queda.

La figura sombría pareció expandirse, llenando casi por completo la habitación. El aire se volvió denso, casi irrespirable. Los objetos vibraban con mayor intensidad, y las paredes parecían palpitar como si estuvieran vivas.

—Entonces sucumbe, —dijo la voz, ahora más profunda, casi gutural—. Deja que la tormenta te consuma y te arrastre a las profundidades.

Augusto cerró los ojos. Sintió cómo la presencia se acercaba, cómo le envolvía como un manto helado. Sintió su aliento. Y entonces, con una calma que contrastaba con el caos que le rodeaba, Augusto se inclinó hacia la presencia y susurró:

—Yo soy la tormenta.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire por un instante, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para contemplar su significado. Y entonces, sucedió.

La sombra retrocedió. No de golpe, sino gradualmente, como la marea que se retira dejando tras de sí una playa devastada. Los objetos dejaron de vibrar. El aire se hizo más ligero. Y la temperatura, lentamente, comenzó a ascender.

Augusto permaneció inmóvil en su sillón, observando cómo la normalidad regresaba paulatinamente a su habitación. Solo la lluvia continuaba golpeando contra los cristales, pero ahora con menos intensidad, como si también ella se rindiera ante sus palabras.

—¿Lo ves ahora? —murmuró mientras encendía un cigarrillo—. Tú no puedes destruirme con lo que ya soy. No puedes amenazarme con lo que ya he abrazado.

El reloj marcó las 12:30. La presencia había desaparecido por completo, pero Augusto sabía que volvería. Siempre volvía, noche tras noche, con nuevas amenazas, con nuevas promesas de destrucción. Era parte del juego eterno, de esa danza macabra entre la luz y la oscuridad, entre la fe y la duda, entre la esperanza y la desesperación.

Mientras exhalaba el humo, Augusto contempló la iglesia que se erguía imponente bajo la lluvia. Las gárgolas parecían observarle desde sus posiciones elevadas, como testigos silenciosos de su pequeña victoria nocturna.

—Ni Dios ni el Diablo, —susurró para sí mismo—. Solo el hombre y su capacidad para convertir el sufrimiento en fuerza, la desesperación en determinación, la tormenta en parte de su propio ser.

Afuera, la lluvia continuaba cayendo sobre una ciudad indiferente, lavando las calles de pecados cotidianos y promesas rotas. Y dentro de aquella habitación, un hombre sonreía ante la certeza de que la verdadera batalla no se libraba entre fuerzas cósmicas, sino en los rincones más oscuros del alma humana.

La tormenta continuaría, dentro y fuera de él. Pero ahora, por primera vez en mucho tiempo, Augusto no la temía.

Porque él era la tormenta.

Y las tormentas no temen a sí mismas.