LA ÚLTIMA CENA
Las invitaciones llegaron en sobres de papel pergamino negro, selladas con cera carmesí, como heridas coaguladas sobre un cadáver abandonado. Cada una contenía la misma caligrafía espinosa, trazada con tinta violácea que parecía palpitar bajo la luz mortecina:
La vida, ese error prolongado, toca a su fin. Se requiere tu presencia para la cena final. Domingo, medianoche. En el viejo caserón de los Aldana. Trae contigo tu veneno favorito y tus verdades no pronunciadas. No habrá mañana.
Siete invitaciones, siete receptores, siete almas que habían acordado, en un pacto silencioso forjado a lo largo de años de desesperación compartida, terminar juntos lo que nunca debió comenzar.
Marcos, el anfitrión, contemplaba la mesa dispuesta con meticulosa precisión en el salón principal de la mansión que había heredado y que pronto no necesitaría. Candelabros de plata ennegrecida sostenían velas de cera negra que derramaban lágrimas espesas por sus costados. La vajilla de porcelana, desenterrada de baúles familiares, mostraba patrones de flores marchitas y calaveras sutilmente entrelazadas. Siete copas de cristal tallado reflejaban la luz trémula, convertida en espectros danzantes sobre el mantel de damasco púrpura.
En el centro, una botella de absenta, verde como los ojos de un gato agonizante, prometía el preludio al gran silencio.
Marcos sonrió al espejo agrietado del vestíbulo. Su reflejo le devolvió una mueca descompuesta, el rostro de un hombre de treinta y cinco años que había vivido varios siglos de dolores.
—Perfecto, —susurró a la nada— El escenario está listo para nuestra última función.
El reloj de péndulo, heredado de generaciones de Aldanas que habían encontrado formas menos orquestadas de autodestrucción, marcó las once campanadas. Pronto llegarían.
Amelia fue la primera. Envuelta en un vestido de seda negra que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, traía consigo un frasco pequeño de vidrio azul que guardó celosamente en su bolso de terciopelo. Sus ojos, enmarcados por sombras violáceas, no habían llorado en años; las lágrimas se habían secado en algún punto indeterminado de su juventud, cuando descubrió que el llanto no cambiaba nada.
—Has decorado el mausoleo con exquisito gusto —comentó mientras entregaba su abrigo a Marcos.
—Sólo lo mejor para nuestra despedida —respondió él, besando su mano con labios fríos—. Tú, como siempre, puntual para tu propia muerte.
—La muerte es la única cita a la que vale la pena llegar temprano.
Raúl y Elena llegaron juntos, como lo habían estado desde la universidad, unidos por una complicidad enfermiza que trascendía el amor y se acercaba más a una codependencia venenosa. Él, poeta fracasado convertido en profesor de literatura en una secundaria de provincia; ella, pintora de talento que había terminado ilustrando libros infantiles para pagar el alquiler. Ambos traían en sus rostros la marca inequívoca del desencanto, esa cicatriz invisible que dejan los sueños cuando mueren lentamente.
—Trajimos vino —anunció Raúl, extendiendo una botella envuelta en papel de seda—. Del bueno. Para antes del otro brindis.
Elena no habló. Raramente lo hacía en reuniones. Sus ojos, grandes y oscuros, parecían absorber la luz en lugar de reflejarla. De su bolsillo extrajo un frasco de pastillas que depositó sobre la mesa con la delicadeza de quien ofrenda una reliquia.
Gabriel entró como una ráfaga de viento gélido. Alto, demacrado, con la belleza deteriorada de un ángel caído. Había sido modelo, actor prometedor, hasta que la heroína convirtió su vida en una secuencia de recaídas y promesas rotas. Ahora, con treinta años que parecían cincuenta, lucía la palidez cerúlea de quien ha visitado demasiadas veces las antesalas de la muerte sin entrar completamente.
—Pensé que me arrepentiría en el último momento —confesó mientras abrazaba a Marcos—. Pero al pasar frente al espejo esta mañana, no reconocí al hombre que me devolvía la mirada. Es más fácil destruir a un extraño.
Sofía, la más joven del grupo con apenas veintiséis años, entró con la fragilidad de un pájaro herido. Su belleza etérea, casi traslúcida, se había convertido en su prisión. Llevaba en su cuello las marcas violáceas de dedos ajenos, un collar de violencia que ninguna bufanda lograba disimular completamente. Su regalo para la velada, una daga de plata con mango de marfil amarillento, brilló momentáneamente bajo la luz de las velas antes de desaparecer nuevamente entre los pliegues de su vestido.
—Vine a terminar lo que él empezó —dijo simplemente, y todos entendieron sin necesidad de más explicaciones.
El último en llegar fue Javier, el mayor del grupo, bordeando los cuarenta. Médico prestigioso, respetado por colegas y pacientes, nadie sospechaba que bajo su exterior impecable se escondía un abismo de nihilismo tan profundo que había consumido cualquier resquicio de esperanza. Su contribución al festín final era la más letal: una jeringa cuidadosamente preparada con una solución que prometía un tránsito rápido y sin dolor.
—Disculpen la tardanza —dijo mientras cerraba la puerta tras de sí—. Tuve que atender un parto. Una última ironía: traer vida antes de elegir la muerte.
Marcos observó a sus amigos, este grupo dispar unido por el dolor y el desencanto, y sintió una extraña calidez expandirse en su pecho. No era felicidad —ese concepto les resultaba ajeno desde hacía años—, sino una especie de consuelo mórbido al saber que no estaría solo en su viaje final.
—La cena está servida —anunció—. Y después, el gran descanso.
La cena transcurrió con la solemnidad de un ritual antiguo. Los platos, preparados con meticulosa atención por Marcos, eran pequeñas obras de arte macabras: ostras dispuestas sobre lechos de hielo negro, pareciendo ojos arrancados que observaban a los comensales; sopa de hongos silvestres, algunos de ellos ligeramente venenosos, suficientes para adormecer los sentidos pero no para matar; cordero sangrante sobre puré de betabeles, creando la ilusión de carne desgarrada sobre un lecho de sangre coagulada.
La conversación fluía entrecortada, como un río subterráneo que emerge ocasionalmente a la superficie. La absenta, servida entre platos, comenzaba a disolver las barreras de la inhibición.
—Propongo un juego —sugirió Amelia, cuyos ojos habían adquirido un brillo febril—. Antes de irnos, deberíamos compartir aquello que nunca nos atrevimos a confesar. Nuestros secretos más oscuros. ¿De qué sirve llevárselos a la tumba cuando todos estaremos pudriéndonos juntos?
El silencio que siguió fue espeso, cargado de aprensión. Pero finalmente Javier asintió, seguido por los demás.
—Las damas primero —expresó, haciendo un gesto hacia Amelia.
Ella sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos, y bebió un largo sorbo de absenta antes de hablar.
—Yo maté a mi hermana —dijo con voz tranquila, como quien comenta el clima—. No directamente, claro. Sabía que era alérgica a las nueces. Toda la familia lo sabía. Pero en su pastel de cumpleaños, cuando cumplió dieciséis y yo acababa de cumplir dieciocho, añadí extracto de nuez a la cobertura. Muy poco. Lo suficiente para que pareciera un trágico accidente, una negligencia del pastelero. Murió en mis brazos, buscando aire, mientras nuestros padres corrían por la adrenalina que nunca llegaron a inyectarle.
Hizo una pausa, observando las expresiones de sus amigos. No había horror en sus rostros, solo una curiosidad mórbida.
—¿Por qué? —preguntó Sofía, con voz apenas audible.
—Porque ella era la luz de la familia, y yo la sombra. Porque nuestro padre la miraba como nunca me miró a mí. Porque merecía ser única, aunque fuera en mi dolor.
Nadie juzgó. Nadie consoló. En este círculo, el horror había perdido su capacidad de impresionar.
Raúl fue el siguiente, alentado por la confesión de Amelia.
—Mis poemas —expuso con una risa amarga—. Esos por los que me admiraban en la universidad, por los que Elena se enamoró de mí… No son míos. Pertenecían a un compañero de habitación, Daniel, que se suicidó en nuestro segundo año. Encontré sus cuadernos antes que nadie y los escondí. Luego comencé a publicarlos bajo mi nombre. Todo mi supuesto talento, toda mi identidad como artista, está construida sobre el cadáver de un chico de diecinueve años que se ahorcó porque no soportaba estar vivo.
Elena lo miró con una mezcla de sorpresa y resignación. Luego, sin que nadie se lo pidiera, continuó con su propia confesión.
—Yo siempre lo supe. Encontré los cuadernos originales hace tres años, con el nombre de Daniel. Pero para entonces, ya habíamos construido tanto sobre esa mentira que no dije nada. Preferí ser cómplice. Y cada vez que te llamaban “maestro”, cada premio, cada reconocimiento, sentía que nos hundíamos más en un pantano del que nunca podríamos salir.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que no derramó.
—Mi confesión es que te odio, Raúl. Te he odiado cada día de los últimos tres años por convertirme en cómplice de tu fraude. Y me odio más a mí misma por no tener el valor de dejarte.
Gabriel se sirvió más absenta, sus manos temblando ligeramente.
—Mi turno de confesión —dijo con una sonrisa torcida—. La heroína no me destruyó. Yo ya estaba destruido mucho antes. La droga solo me dio una excusa. La verdad es que nunca sentí nada auténtico en mi vida. Ni amor, ni pasión, ni siquiera verdadero dolor. Soy un cascarón vacío pretendiendo ser humano. He usado la adicción como una máscara para ocultar mi vacío esencial. Las sobredosis, las rehabilitaciones, todo ha sido teatro. Un intento desesperado de sentir algo, lo que sea.
Sofía extendió su mano sobre la mesa y tomó la de Gabriel.
—Te entiendo mejor de lo que crees —dijo con voz suave—. Mi confesión es simple: el hombre que me maltrata, cuyos dedos dejaron estas marcas… no existe.
Un murmullo de confusión recorrió la mesa.
—Me las hago yo misma —continuó, sin inmutarse—. Me estrangulo frente al espejo hasta casi perder el conocimiento. Me golpeo con objetos, me lastimo de formas que parecerían obra de otro. Invento historias de abuso para que la gente me mire, me compadezca, para sentir que existo en los ojos ajenos. Sin estas marcas, soy invisible. Sin el papel de víctima, no sé quién soy.
Javier asintió, como si la confesión de Sofía confirmara algo que ya sospechaba.
—En mi profesión, estamos siempre del lado de la vida. Pero desde hace cinco años, he estado ayudando a morir a pacientes terminales. No por compasión, aunque eso es lo que me digo a mí mismo. Lo hago porque me fascina el momento exacto en que la vida abandona los ojos. Ese instante preciso en que una persona deja de serlo y se convierte en un objeto, en carne sin propósito. He visto ese momento cincuenta y tres veces. Y cada vez, siento una especie de éxtasis que no he encontrado en ninguna otra experiencia humana.
Las miradas se dirigieron finalmente a Marcos, el anfitrión, el arquitecto de aquella velada terminal.
—¿Y tú, Marcos? —preguntó Amelia—. ¿Cuál es tu confesión final?
Marcos contempló a sus amigos, estos seis seres rotos con quienes compartía más que una amistad convencional: compartía la comprensión íntima del sufrimiento sin propósito.
—Mi confesión es esta cena. Esta farsa elaborada. Verán, no planeo morir esta noche.
Un silencio sepulcral cayó sobre la mesa.
—He orquestado todo esto: las invitaciones, la ambientación, incluso instigué nuestro pacto suicida hace meses. Lo hice porque necesitaba escuchar sus confesiones, necesitaba confirmar que no soy el único monstruo en nuestra especie. Necesitaba testigos antes de desaparecer.
—¿Desaparecer? —preguntó Javier, su voz teñida de sospecha.
—Mañana me iré del país con una nueva identidad. Dejaré atrás a Marcos Aldana, sus deudas, sus fracasos, su vacío existencial. Me convertiré en otro. Y ustedes habrán sido mi última conexión con esta vida fallida.
La rabia comenzó a manifestarse en los rostros de sus amigos, pero Marcos levantó una mano para silenciarlos.
—No los he traicionado del todo. Si aún desean morir, no seré yo quien los detenga. Los medios están aquí, dispuestos sobre esta mesa como un buffet de autoextinción. Pero les ofrezco una alternativa: vengan conmigo. Empecemos de nuevo, lejos, como personas diferentes. Dejemos atrás estos cascarones agrietados.
La propuesta de Marcos pendió en el aire como humo venenoso. Cada uno de los comensales la consideró desde el abismo de su propio desconsuelo.
Amelia fue la primera en romper el silencio.
—Siempre has sido el manipulador del grupo, Marcos —dijo con una sonrisa fría—. Orquestar nuestra muerte ficticia para alimentar tu fantasía de renacimiento. Típico de ti.
Tomó el pequeño frasco azul de su bolso y lo depositó delicadamente junto a su plato.
—Pero te equivocas si crees que mi deseo de morir era una actuación. Mi decisión no tiene nada que ver contigo o con este espectáculo macabro. Mi vida terminó hace diez años, cuando vi la luz abandonar los ojos de mi hermana. Lo que ha caminado desde entonces es solo un fantasma con apariencia de mujer.
Sin esperar respuesta, destapó el frasco y vertió su contenido en la copa de absenta. Bebió el líquido de un solo trago, manteniéndose erguida con dignidad mientras el veneno comenzaba su trabajo. Sus ojos, fijos en Marcos, no mostraban arrepentimiento ni acusación, solo una determinación gélida.
—Siempre fui la primera en todo —susurró mientras la rigidez comenzaba a apoderarse de sus miembros—. Es apropiado que también sea la primera en esto.
Cayó hacia atrás en su silla, su cuerpo convulsionando brevemente antes de quedar inmóvil, los ojos abiertos mirando al techo ornamentado.
El horror atravesó la mesa como una corriente eléctrica. Javier se precipitó hacia ella, sus instintos médicos superando momentáneamente su fascinación por la muerte. Pero era demasiado tarde. Amelia había escogido un veneno rápido y eficaz, como ella misma.
—Está muerta —confirmó innecesariamente, cerrando los ojos de la mujer con dedos temblorosos.
El silencio que siguió fue absoluto, como si la muerte de Amelia hubiera absorbido todo sonido del universo. Finalmente, Gabriel comenzó a reír, una risa desquiciada que bordeaba la histeria.
—Bravo, Amelia —dijo entre carcajadas—. Siempre tuviste más agallas que todos nosotros juntos.
Se levantó tambaleante, extrayendo de su bolsillo una bolsita con polvo blanquecino.
—No sé si seguirte o seguir a Marcos —confesó, vaciando el contenido sobre la mesa y dividiéndolo en líneas perfectas con la tarjeta de crédito—. Supongo que dejaré que la química decida por mí. Si sobrevivo a esto, me iré contigo, Marcos. Si no… habré encontrado mi propia salida.
Inhaló la cantidad letal de heroína pura con metódica precisión, recostándose luego en su silla con una expresión beatífica mientras la droga inundaba su sistema.
—Siempre quise saber si había algo más allá. Ahora lo averiguaré… o no averiguaré nada, lo cual también es una respuesta…
Su respiración se hizo superficial, entrecortada, y luego cesó por completo. En menos de diez minutos, dos de los siete comensales habían cruzado el umbral.
Sofía, que había estado observando todo con ojos vidriosos, rompió su silencio. Sus dedos acariciaban el mango de la daga de plata que había traído.
—No hay vuelta atrás, ¿verdad?. Dos ya se han ido. Sería una traición abandonarlos ahora.
Su mirada se posó en las marcas de su cuello, esas heridas autoinfligidas que habían sido su máscara durante tanto tiempo.
—Ya no necesito fingir más —dijo, extrayendo la daga de los pliegues de su vestido—. Esta vez será real. Por primera vez en mi vida, haré algo auténtico.
Con un movimiento fluido, como si hubiera ensayado el gesto durante años, deslizó el filo plateado por sus muñecas, trazando dos líneas perfectas que florecieron en rojo carmesí. No hubo vacilación, no hubo miedo. Solo una extraña paz que transformó su rostro, haciéndola parecer más joven, más ligera.
—Es hermoso —murmuró mientras la sangre formaba patrones hipnóticos sobre el mantel púrpura—. Como pintar con la esencia misma…
Se desplomó lentamente, su cabeza reposando sobre la mesa como si simplemente estuviera demasiado cansada para mantenerse erguida. Sus ojos permanecieron abiertos, reflejando las llamas de las velas, mientras la vida se escurría de ella con cada latido menguante.
Raúl y Elena intercambiaron una mirada cargada de significado. Diez años juntos les habían otorgado un lenguaje silencioso que nadie más podía descifrar. En sus ojos compartidos habitaba una decisión que no necesitaba palabras.
Elena tomó el frasco de pastillas que había depositado sobre la mesa. Lo abrió con manos serenas.
—Nunca fuimos valientes en vida —confesó, vertiendo la mitad de las pastillas en su palma—. Quizás podamos serlo en la muerte.
Raúl asintió, extendiendo su mano para recibir la otra mitad.
—Mi último poema plagiado —con amarga ironía—. El acto final de un fraude.
Tomaron las pastillas al unísono, acompañándolas con largos tragos de absenta. Sus dedos se entrelazaron sobre la mesa, mientras esperaban que el silencio los envolviera.
—Lamento haberte odiado —susurró Elena, su voz ya arrastrada por el efecto combinado del alcohol y los sedantes.
—Lamento haberte dado razones para hacerlo —respondió él, apoyando su cabeza contra la de ella.
Se fueron juntos, como habían vivido, sus respiraciones sincronizándose en un ritmo cada vez más lento hasta detenerse completamente. Incluso en la muerte, parecían una sola entidad dividida en dos cuerpos, unidos ahora en la inmovilidad definitiva.
Javier, que había permanecido a un lado observando cómo sus amigos caían uno tras otro, finalmente tomó asiento nuevamente. Sus ojos, habitualmente clínicos, mostraban una mezcla de fascinación y resignación. La jeringa que había traído yacía intacta junto a su plato.
—Esto no era lo que planeabas, ¿verdad, Marcos? —preguntó, su voz extrañamente tranquila ante el horror desplegado a su alrededor.
Marcos, paralizado por el impacto de las muertes sucesivas, negó con la cabeza.
—Yo quería ofrecerles una salida diferente… una oportunidad de reinvención, no… esto.
Javier sonrió sin alegría.
—Pero esto es más honesto. Tú mismo lo dijiste: somos cascarones agrietados. La reinvención es solo otra forma de autoengaño.
Tomó la jeringa, admirando el líquido transparente que contenía.
—He ayudado a morir a cincuenta y tres personas —dijo mientras preparaba su brazo—. Siempre me pregunté qué sentirían en ese momento exacto en que la consciencia se desvanece. Ahora lo sabré de primera mano.
Con la precisión de quien ha realizado el procedimiento innumerables veces, insertó la aguja en su vena y presionó el émbolo con decisión.
—Es fascinante, Marcos —murmuró mientras sus párpados comenzaban a pesarle—. Puedo sentir cómo la vida se retira, como una marea… Es casi… pacífico…
Sus ojos permanecieron abiertos incluso después de que la luz se extinguiera en ellos, convirtiéndose en el quinto observador inmóvil de la cena final.
Marcos se encontró solo, rodeado de los cuerpos de sus amigos, los únicos seres que habían comprendido su dolor, su vacío existencial. La mansión de los Aldana, que había sido testigo de generaciones de desgracias familiares, ahora albergaba su propia galería de la muerte voluntaria.
Se levantó con piernas temblorosas y recorrió la mesa, observando los rostros de cada uno de ellos. Amelia, congelada en su última mueca de desafío. Gabriel, con la expresión plácida de quien por fin ha encontrado la paz que buscaba. Sofía, hermosa incluso en la palidez extrema de la exanguinación. Raúl y Elena, eternamente unidos en su último abrazo. Javier, con los ojos fijos en un horizonte invisible.
Había planeado escapar, reinventarse, dejar atrás a Marcos Aldana y convertirse en alguien nuevo. Pero comprendió, con una claridad aplastante, que no había escape posible. Donde fuera, seguiría siendo el mismo hombre vacío, el mismo cascarón sin propósito.
Tomó la botella de absenta, ahora medio vacía, y bebió directamente de ella. El líquido quemó su garganta, pero el dolor físico era insignificante comparado con la desolación que sentía.
Su mirada se posó en el frasco azul que Amelia había usado, aún con restos del veneno. En la daga de plata, ahora teñida con la sangre seca de Sofía. En las pastillas dispersas que habían quedado en la mesa tras el suicidio de Raúl y Elena. En la jeringa usada por Javier.
Tantas opciones para abandonar un mundo que ya no ofrecía nada.
Caminó hasta el vestíbulo donde el espejo agrietado le devolvió su imagen distorsionada. Ya no reconocía al hombre que le devolvía la mirada.
Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo un pequeño revólver. Lo había traído como última alternativa, como garantía final en caso de que su plan original fallara. Ahora entendía que este había sido siempre el único desenlace posible.
Regresó al comedor y se sentó a la cabecera de la mesa, presidiendo esta congregación silenciosa. Sirvió una última copa de absenta, bebiendo a la salud de sus amigos caídos.
—Tenían razón —gritó a la audiencia inmóvil—. No se puede escapar de uno mismo.
Colocó el cañón bajo su barbilla, sintiendo el frío metal contra su piel.
—Hasta siempre, amigos míos. Nos veremos en la nada.
El disparo resonó en la mansión vacía, un eco final que se desvaneció lentamente hasta que solo quedó el silencio. El reloj de péndulo, impasible ante la tragedia, continuó su marcha mecánica, marcando el tiempo para una habitación donde ya nadie lo contaba.
Tres días después, los periódicos locales publicaron un artículo extenso sobre lo que llamaron “El pacto suicida de los siete”. Fotografías de los fallecidos acompañaban el texto: rostros que en vida habían ocultado desesperaciones profundas tras máscaras de normalidad.