ENTRE SOMBRAS Y AGUJAS
Me despierto en un laberinto de tubos translúcidos, serpientes plásticas que se adentran en mis venas como parásitos hambrientos. El sonido rítmico y mecánico de las máquinas reemplaza al latir natural de mi corazón. ¿Acaso soy yo quien respira, o es este aparato quien lo hace por mí? Ya no distingo dónde termina mi carne y dónde empieza este mecánico infierno blanco.
Mi consciencia flota entre la niebla de los narcóticos. Las horas se derriten como cera caliente sobre mi piel. Cuarenta años de existencia reducidos a números en pantallas verdes, a gráficos que suben y bajan como la marea de mi dolor.
Escucho el llanto ahogado de mi madre tras la cortina traslúcida. Sus sollozos intentan esconderse tras la palma de su mano envejecida prematuramente. Las palabras del médico son puñales que atraviesan el aire aséptico: —Prepárese para lo peor, señora. Su hijo posiblemente no sobreviva la noche.
Quiero gritarle que estoy aquí, que la escucho, que puedo sentir su dolor fusionándose con el mío. Pero mi garganta es ahora hogar de un tubo invasor que me roba la voz y me condena al silencio de los muertos vivientes.
Los enfermeros vienen a extraer sangre nuevamente. Mis brazos, antes fuertes y definidos, ahora son mapas grotescos de moretones violáceos y verdosos que se superponen como continentes de dolor. Cada pinchazo es un nuevo poema macabro escrito sobre mi piel, un verso sangriento que narra mi descenso. Las agujas perforan mi carne sin ceremonia alguna, buscando venas que ya se esconden temerosas bajo la piel.
—Este ya no tiene más venas buenas. —dice una enfermera joven mientras revisa mis extremidades como quien inspecciona mercancía averiada. Sus palabras caen sobre mí como gotas heladas de lluvia ácida.
El tiempo ha perdido su significado lineal. Los días y las noches se funden en un único momento eterno de dolor y delirio. En mi semiinconsciencia, las paredes de la habitación respiran como el pecho de un animal moribundo. Las sombras proyectadas por los equipos médicos adoptan formas de gárgolas y demonios que danzan burlonamente alrededor de mi lecho.
En mis momentos de lucidez contemplo a mis compañeros de sala. Somos náufragos en barcos de sábanas blancas, flotando en un mar de desinfectante y muerte. A mi derecha, un anciano de piel cetrina lucha por respirar; cada inhalación es un esfuerzo titánico, como si sus pulmones fueran sacos de piedras. Durante tres días he escuchado su batalla contra lo inevitable, hasta que una madrugada, entre el parpadeo de los monitores, su respiración se detiene en un suspiro final. Los médicos llegan corriendo, ejecutan su danza frenética de resucitación, pero sus ojos ya han encontrado otro horizonte.
—Hora del deceso: 3:47 AM. —Pronuncia el médico con la frialdad de quien anuncia la hora de un tren. Cubren su rostro, ahora sereno, con una sábana, y su cama pronto es ocupada por otra alma condenada.
Mi madre, mi dulce y atormentada madre, envejece años en días. Su rostro se transforma en un pergamino arrugado donde el sufrimiento escribe sus versos más crueles. Ella es mi único vínculo con el mundo exterior, mi última luz en este pozo de oscuridad medicada. Sus manos temblorosas acarician mi frente febril mientras recita oraciones en susurros desesperados.
—Mi niño, mi único tesoro, —murmura entre lágrimas— no me dejes sola en este mundo. —Sus palabras son dagas que se clavan en mi consciencia adormecida. Ella no sabe que yo también soy prisionero de mi propio cuerpo, que grito silenciosamente dentro de esta cárcel de carne debilitada.
Una noche particularmente oscura, cuando los calmantes pierden su efecto momentáneamente, siento un dolor que atraviesa mi cuerpo como un relámpago negro. Mi espalda se arquea involuntariamente, los monitores enloquecen, y veo a los enfermeros correr hacia mí como cuervos hacia un cadáver fresco. Entre la bruma del dolor, siento cómo mi consciencia se desprende lentamente de mi cuerpo, elevándose hacia el techo de la habitación.
Desde esta nueva perspectiva, contemplo la escena como un espectador distante. Veo mi cuerpo contorsionarse bajo las manos expertas del personal médico. Observo a mi madre siendo apartada de la habitación mientras grita mi nombre con desesperación. Todo parece moverse en cámara lenta, como una macabra coreografía de muerte.
Y entonces, lo veo. Un túnel de oscuridad aterciopelada se abre ante mí, invitándome a sumergirme en su abrazo final. La tentación de abandonarme a ese vacío liberador es casi irresistible. El dolor desaparecería, la angustia se disolvería en la nada. Pero desde el fondo de ese abismo, escucho un coro de voces que no pertenecen a este mundo. Son lamentos, confesiones susurradas, arrepentimientos eternos. Y entre esas voces, reconozco las de aquellos que he visto morir en estas semanas de agonía hospitalaria.
—Aún no es tu momento, —parece decirme el coro espectral—. Regresa.
Con un violento tirón, mi consciencia vuelve a encadenarse a mi cuerpo torturado. El dolor regresa multiplicado, como si cada nervio fuera un alambre de púas incandescente. Pero hay algo diferente: una feroz determinación nace en mi interior, una voluntad salvaje de sobrevivir que no conocía.
Los días que siguen son un calvario de tratamientos agresivos, de pruebas invasivas, de momentos al borde del precipicio. Pero cada amanecer me encuentra aún respirando, aferrándome a la vida con las uñas ensangrentadas del alma.
Lentamente, casi imperceptiblemente, mis valores mejoran. Los médicos hablan de —evolución favorable. —con cautela primero, con asombro después. Mi madre comienza a sonreír tímidamente entre lágrimas, como si temiera que la esperanza fuera una cruel ilusión.
Mientras tanto, continúo siendo testigo impotente del ritual de la muerte en este templo de dolor antiséptico. La cama frente a mí recibe a una joven de apenas veinte años, víctima de un accidente de tráfico. Durante dos días escucho a sus padres hablarle con devoción, contándole planes para cuando despierte, planes que nunca se realizarán. Una tarde, mientras el sol proyecta rectángulos dorados sobre el suelo, ella simplemente se va. No hay lucha, no hay drama; su monitor cardíaco dibuja una línea recta acompañada de un pitido monótono que anuncia su partida.
Sus padres se derrumban como edificios bombardeados. Sus gritos desgarran el aire, penetran las paredes, se clavan en mi médula como astillas de vidrio. Y yo, testigo involuntario de su tragedia, siento que algo dentro de mí se fortalece con cada muerte que presencio. Como si absorbiera la vida que otros abandonan.
El hombre de la cama siete expiró al amanecer. Lo supe antes que las enfermeras porque lo vi desprenderse de sí mismo. Una sombra oscura que se filtró por las rendijas del techo, escapando de aquella carcasa arrugada que había sido su hogar. Sus monitores enloquecieron por unos segundos antes de emitir el largo pitido continuo que anuncia el fin.
—Código azul, cama siete. —Anunció una voz metálica.
Mientras los médicos corrían con sus instrumentos de resurrección, yo contemplaba cómo la sombra se disolvía entre las luces estridentes. Se fue sin violencia, como vapor de agua evaporándose en el aire.
La mujer del cubículo doce grita cada noche a las tres en punto. Grita nombres que nadie reconoce, en un idioma que parece mezcla de varios pero que no es ninguno. Las enfermeras la sedan, pero antes de caer en la inconsciencia, siempre susurra la misma frase: “Los que esperan bajo el agua no tienen reloj.”
Anoche murió. No hubo gritos ni alarmas. Simplemente dejó de respirar mientras dormía. Pero antes de que vinieran a llevarse su cuerpo, vi cómo se sentaba en la cama, ya separada de su envoltura carnal, y me miraba con ojos que parecían contener todas las estrellas muertas del universo.
—Tú no. —dijo, antes de disolverse en la oscuridad—. Todavía no.
Los medicamentos transforman la realidad. A veces, las paredes respiran y los techos se convierten en cielos nocturnos donde constelaciones desconocidas narran historias que solo yo puedo entender. Otras veces, mis venas son ríos transparentes por donde navegan diminutos barcos llenos de células blancas armadas con minúsculas lanzas, listas para batallar contra la enfermedad.
El delirio es un arte, y yo su más dedicado aprendiz.
En mi habitación interior, donde he construido un santuario de delirios y visiones, siento cómo algo se desmorona. Las constelaciones del techo se desvanecen. Los ríos de mis venas vuelven a ser simples conductos de sangre. La realidad, implacable y vulgar, recupera terreno.
El niño de la cama nueve murió esta tarde. Tenía leucemia y ojos que parecían conocer secretos antiguos. Su madre gritó de una manera que no creí posible en un ser humano. Un sonido primordial, anterior al lenguaje. El sonido que debió emitir la primera madre que vio morir a su hijo en los albores de la humanidad.
Pasan semanas que parecen siglos. Me retiran tubos y cables gradualmente, como si desmontaran una complicada instalación artística. Cada día recupero un poco más de mi humanidad, de mi autonomía. Ya puedo hablar, aunque mi voz suena extraña, como si perteneciera a otro.
—Es un milagro. —dice un médico joven a mi madre cuando cree que no los escucho—. No esperábamos que sobreviviera.
Pero yo sé que no fue un milagro. Fue un pacto tácito con las sombras, un entendimiento silencioso con la muerte. Le arrebaté tiempo prestado, negociado con el sufrimiento como moneda.
Hoy me han trasladado a una habitación normal. El constante pitido de las máquinas ha sido reemplazado por el bullicio más humano de un pasillo hospitalario. Mi madre ha traído flores, violando probablemente alguna normativa sanitaria. Margaritas blancas que parecen fuera de lugar en este escenario de enfermedad y recuperación.
Por la ventana veo un trozo de cielo y la copa de un árbol. Es primavera, aunque para mí el tiempo se ha convertido en un concepto abstracto, medido en cambios de turno de enfermeras y horarios de medicación.
A veces, en los límites borrosos entre el sueño y la vigilia, veo rostros. El anciano de la cama tres, la mujer que gritaba nombres desconocidos, el hombre de la cama siete, el niño de ojos antiguos. Me observan desde las esquinas de la habitación, no con envidia ni rencor, sino con una curiosidad paciente.
—¿Por qué yo no? —les pregunto en silencio.
El día que finalmente abandono el hospital en una silla de ruedas, paso frente a las camas de quienes siguen luchando. Mis ojos, ahora extrañamente lúcidos, captan detalles invisibles para otros: el halo grisáceo alrededor de quienes no sobrevivirán, la luz tenue pero persistente en aquellos que regresarán al mundo de los vivos.
Mi madre empuja mi silla por el pasillo mientras yo contemplo mis brazos devastados por las agujas y las transfusiones. Son mapas de un viaje que nadie debería emprender, cicatrices de una guerra librada en campos de batalla de sábanas estériles.
Afuera, el mundo continúa su curso indiferente bajo un sol que había olvidado. Los pájaros cantan con obscena alegría, ajenos al horror que he presenciado. Las personas caminan apresuradas, inconscientes del privilegio que supone respirar sin ayuda mecánica.
He regresado, sí, pero no soy el mismo. Parte de mí quedó atrapada en aquel túnel oscuro, conversando eternamente con los que ya no están. Y algo de ellos vino conmigo, susurros que ahora habitan mis pensamientos, sombras que danzan en mi visión periférica cuando cae la noche.
Mi madre aprieta mi hombro con cariño, lágrimas de alivio brillan en sus ojos cansados. —Volvamos a casa, hijo mío.
Asiento en silencio, mientras contemplo mis manos marcadas por el sufrimiento. Ya no temo a la muerte, pues la he mirado a los ojos. No es ella la que duele, son las máquinas y agujas que antes del último suspiro.