LA COREOGRAFÍA DEL ARREPENTIMIENTO
Estefanía esparció las cenizas de Lorenzo sobre el mar mientras se preguntaba si el cielo también existía para los ateos. Qué estupidez, pensó, tanto insistir en su incredulidad y ahora se encontraba buscando consuelo en las mismas fantasías que había ridiculizado. El viento le devolvió un poco de las cenizas a la cara. Casi pudo escuchar a Lorenzo reírse.
—incluso muerto sigues siendo un cabrón. —murmuró mientras se limpiaba las mejillas.
Las cenizas se mezclaron con sus lágrimas, formando una pasta grisácea que manchaba su vestido negro, uno que había comprado exclusivamente para la ocasión, porque claro, nada dice “te extraño” como estrenar ropa en un funeral. El mar rugía bajo ella, indiferente a su drama personal, como lo había sido el universo a la existencia de Lorenzo.
Dos semanas atrás, cuando recibió la llamada, Estefanía estaba ocupada bloqueando el contacto de Lorenzo en todas sus redes sociales. Quería borrar cualquier posibilidad de contacto después de su última discusión.
—Señorita Estefanía Valenzuela, lamentamos informarle que Lorenzo Acevedo ha fallecido. Figura usted como su contacto de emergencia.
La voz al otro lado del teléfono sonaba tan burocrática y mecánica como esas grabaciones que te ponen en espera cuando llamas al banco. Estefanía se preguntó si habría un manual de “cómo informar sobre muertes sin parecer afectado”.
—¿Está seguro? —preguntó estúpidamente, como si la muerte fuera algo que se pudiera confundir con otra cosa—. Hablé con él hace tres días.
—Lo siento, señorita. Accidente de tráfico. Necesitamos que venga a identificar el cuerpo.
Vaya forma de reencontrarse con tu ex, pensó Estefanía mientras conducía al hospital. La última vez que había visto a Lorenzo vivo, él le suplicaba una oportunidad más. Ella había sido tajante: —No te quiero volver a ver en mi vida. —El mundo, con su retorcido sentido del humor, había encontrado la manera de cumplir su deseo y castigarla simultáneamente.
En el depósito de cadáveres, Lorenzo parecía estar durmiendo. Nunca lo había visto tan quieto, tan callado, tan… obediente. La ironía era casi insoportable. Durante cinco años le había pedido que se quedara quieto, que dejara de divagar, que se enfocara en algo concreto. Y ahora allí estaba, enfocado en la única certeza irrefutable: su propia inexistencia.
—Es él. —dijo Estefanía al médico forense, como si no fuera obvio, como si ese rostro que había besado mil veces pudiera confundirse con otro.
—¿Quiere un momento a solas? —preguntó el médico con una amabilidad ensayada.
Estefanía asintió. Cuando se quedó sola con el cadáver, se acercó y susurró: —¿Ves lo que provocas? Siempre necesitando ser el centro de atención. —Las lágrimas cayeron sobre el rostro de Lorenzo, simulando el llanto que ya no podía derramar—. Te odio por morir así. Te odio por obligarme a extrañarte.
El funeral fue un espectáculo de hipocresía, como todos los funerales. Amigos que no lo llamaban en meses aparecieron con discursos preparados sobre lo importante que había sido Lorenzo en sus vidas. Colegas del trabajo que lo despreciaban abiertamente trajeron flores y hablaron de su “brillante contribución”. Familia que apenas lo visitaba en Navidad ahora sollozaba como si hubieran perdido un pedazo de su alma.
Estefanía observaba todo desde primera fila, un asiento que nunca había ocupado cuando Lorenzo estaba vivo. A su lado, Carmela, la madre de Lorenzo, sostenía su mano como si fueran aliadas en el dolor. La misma mujer que una vez le dijo —tú nunca serás suficiente para mi hijo. —ahora la trataba como a la viuda que nunca llegó a ser.
—Era tan bueno, —sollozaba Carmela—. Tan dedicado, tan amoroso.
estafaría reprimió una risa amarga. Lorenzo había sido muchas cosas… brillante, caótico, apasionado, insufrible a veces, pero “bueno” era un eufemismo tan grande como llamar “roce” a un tsunami.
Durante el velorio, encontró el diario de Lorenzo. Estaba en su departamento, entre una pila de libros de filosofía y borradores de sus escritos. Lorenzo siempre había sido un desastre organizacional con pretensiones intelectuales. Lo tomó sin permiso, como si el muerto pudiera objetar.
Esa noche, en la soledad de su habitación, comenzó a leerlo. Las primeras páginas eran predecibles: divagaciones existenciales, citas de Camus y Kierkegaard, dibujos abstractos que pretendían representar el vacío. Pero luego, encontró su nombre. Una y otra vez. Páginas enteras dedicadas a ella, a lo que sentía, a lo que no se atrevía a decirle.
—Estefanía cree que no la observo cuando lee. Su ceño se frunce ligeramente, como si estuviera discutiendo internamente con el autor. A veces, sin darse cuenta, mueve los labios. Me pregunto qué diría si supiera que esos momentos son los que más amo de ella.
—Hoy volvimos a discutir. Le dije cosas horribles. Ella me las devolvió con intereses. Somos dos personas heridas arrojándonos nuestros pedazos rotos, esperando que alguno corte lo suficiente como para justificar nuestro propio dolor. ¿Por qué es tan difícil decirle simplemente que tengo miedo de perderla? El orgullo será mi epitafio.
La última entrada era del día antes de su muerte.
–Estefanía me ha bloqueado de todas partes. Esta vez creo que es definitivo. He ensayado mil discursos para reconquistarla, pero todos suenan a lo mismo: a desesperación. Quizás sea mejor así. Dejarla ir. Aceptar que algunas personas están en tu vida para enseñarte lo que podrías haber tenido si no fueras tan cobarde.
Cerró el diario de golpe, como si las palabras pudieran escaparse y acusarla. La verdad era que ella tampoco había sido valiente. También había callado, también había tenido miedo, también se había escondido detrás de su orgullo como un niño detrás de una máscara que cree impenetrable.
Ahora, frente al mar que devoraba las cenizas de Lorenzo, Estefanía entendía la broma cósmica en toda su crueldad. La muerte no solo se había llevado a Lorenzo; se había llevado la posibilidad de todas las conversaciones que nunca tuvieron, las disculpas que nunca se dijeron, los “te quiero” que quedaron atrapados en la garganta.
—Nunca te vi desnuda, —había escrito Lorenzo en otro fragmento de su diario. No realmente. Siempre había alguna barrera, alguna armadura invisible—. Me pregunto si alguien alguna vez verá tu verdadero ser, o si te llevarás esa versión de ti a la tumba.
Estefanía se quitó los zapatos y caminó hacia el agua. El frío le mordió los pies, pero siguió avanzando. No tenía intenciones suicidas, solo quería sentir algo que no fuera ese vacío corrosivo. Las olas golpeaban contra sus rodillas, mojando el vestido negro, disolviéndolo como si fuera una segunda piel que se desprendía.
—¿Estás satisfecho? —gritó al horizonte donde se mezclaban las cenizas—. ¿Era esto lo que querías? ¿Verme llorando por ti como una protagonista de esas novelas que tanto odiabas?
El silencio le respondió con la elocuencia de los muertos. Estefanía rio, una risa que sonaba más a cristal rompiéndose que a alegría. Pensó en todos los estereotipos sobre el duelo que ahora entendía: el vacío, la culpa, la sensación de que alguien había sacado todo el oxígeno del planeta.
Se sumergió por completo, dejando que el agua salada se mezclara con sus lágrimas, volviendo inútil el llanto, como todo en esta vida, pensó con amargura. Cuando emergió, el sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de un naranja enfermizo que le recordaba al color de la medicina que Lorenzo tomaba para su ansiedad.
Volvió a la orilla y se sentó en la arena, empapada y tiritando, pero extrañamente más ligera. Sacó del bolsillo del vestido la única cosa material que había querido conservar de Lorenzo: un viejo encendedor con una inscripción que decía “Para que enciendas tus propios infiernos”.
Lo había comprado en su tercer aniversario, cuando todavía creían que podrían durar para siempre, cuando todavía confundían intensidad con amor y caos con pasión. Encendió el mechero varias veces, mirando la pequeña llama luchar contra el viento costero.
—Si existe algún tipo de más allá, —dijo en voz alta, como si Lorenzo pudiera escucharla— espero que estés sufriendo tanto como yo. Sería lo justo.
Un grupo de personas que caminaba por la playa la miró con preocupación. Debía ofrecer una imagen patética: una mujer empapada, hablando sola, jugando con fuego. Le devolvió la mirada con desafío, como diciendo “¿qué nunca han visto a alguien teniendo una crisis existencial en público?”.
Estuvo tentada de darles el espectáculo que esperaban, de gritar, de revolcarse en la arena, de convertir su dolor en una performance para el consumo ajeno. En cambio, guardó el encendedor y comenzó a recoger sus cosas.
Mientras caminaba de regreso al auto, pensó en el poema que Lorenzo le había escrito años atrás, cuando todavía creía en los gestos románticos. Algo sobre la muerte visitándolo y llevándoselo, sobre ella llorando demasiado tarde. Lo había encontrado cursi y melodramático entonces. Ahora le parecía profético.
—Eres un tramposo, Lorenzo, —murmuró–. Escribiste el guion y me dejaste sola para interpretarlo.
En el camino de regreso a casa, puso la misma canción en bucle, una que a Lorenzo le parecía insoportablemente comercial. Era su pequeña venganza. El apartamento la recibió con su vacío habitual, pero ahora ese vacío tenía nombre propio: ausencia.
Se quitó el vestido negro y lo tiró a la basura. Ya no lo necesitaría. Lorenzo estaba muerto y ella, finalmente, había cumplido con todos los rituales esperados. Las flores, las lágrimas, el luto. La sociedad no podría acusarla de no haber ofrecido sus respetos.
Esa noche soñó con Lorenzo. No estaba muerto ni vivo en el sueño, sino en un estado intermedio, como esas fotografías viejas donde las personas parecen fantasmas atrapados entre dos mundos. Le hablaba, pero su voz sonaba distorsionada, como si viniera de un lugar donde las palabras ya no significaban lo mismo.
—Ahora dices que me quieres, —le reclamaba Lorenzo en el sueño, repitiendo un verso del poema— cuando ya las palabras no tienen sentido.
Estefanía se despertó sobresaltada, con la certeza aplastante de que nunca volvería a ver a Lorenzo, ni siquiera en sueños. La muerte no era una visita, era una ausencia permanente, un agujero en la realidad con la forma exacta de quien se fue.
Se levantó y fue hacia la ventana. La ciudad seguía viva, indiferente a su pequeña tragedia personal. Luces, ruidos, personas dirigiéndose a algún lugar con propósitos que ahora le parecían ridículos. ¿Qué importaba llegar a tiempo a una reunión, conseguir un ascenso, impresionar a alguien? Todo era un absurdo elaborado para distraernos del único hecho cierto: que todos acabaríamos como Lorenzo, reducidos a cenizas y recuerdos distorsionados.
—Esto es lo último que hago por ti —dijo en voz alta, como si Lorenzo pudiera escucharla—. No más rituales, no más llanto. Si querías verme destruida, tendrás que conformarte con este breve interludio de dolor. Mañana volveré a bloquearte, aunque esta vez sea de mis pensamientos.
Sabía, por supuesto, que era mentira. Que Lorenzo ahora vivía dentro de ella de una manera que nunca lo había hecho en vida. Que lo llevaría consigo como una cicatriz interna, invisible pero siempre presente. Que cada vez que viera el mar recordaría este día. Que cada vez que escuchara esa canción estúpida que había puesto en el auto, pensaría en él.
Pero le gustaba la idea de mentirle a un muerto. Era lo único que le quedaba: pequeñas venganzas contra alguien que ya no podía defenderse.
Cuando amaneció, Estefanía hizo algo que no había hecho en años: escribió un poema. Era terrible, sin ritmo ni cohesión, pero era sincero. Lo tituló “Respuesta tardía” y lo guardó en el mismo cajón donde había puesto el diario de Lorenzo.
Algún día, pensó, alguien lo encontraría y se preguntaría qué clase de personas habían sido, qué tipo de historia habían compartido. Quizás los imaginarían como amantes trágicos, almas gemelas separadas por el destino. La idea le provocó una sonrisa irónica. Qué poco entendería ese hipotético lector. No habían sido almas gemelas ni protagonistas de una gran historia de amor. Solo habían sido dos personas asustadas, jugando a quererse sin saber cómo, demasiado orgullosas para admitir que necesitaban ayuda para aprender.
El teléfono sonó. Era Carmela, invitándola a una “reunión para honrar la memoria de Lorenzo”. Estafanía miró el aparato con desconcierto. ¿Cuántas ceremonias necesitaban los vivos para aceptar que los muertos ya no estaban?
—Lo siento, Carmel —dijo con una firmeza que la sorprendió—. Ya me despedí de Lorenzo. Ahora necesito despedirme del duelo.
Colgó antes de que la mujer pudiera protestar. Se vistió con colores brillantes, como un acto de rebeldía contra el luto que se esperaba de ella. Al salir del apartamento, miró por última vez el lugar donde había guardado el diario y el poema.
—Adiós, Lorenzo, esta vez sí es definitivo.
Cerró la puerta y caminó hacia la calle, donde la vida continuaba con su insoportable persistencia. El sol brillaba con una intensidad casi ofensiva. Sacó el encendedor de Lorenzo y lo arrojó a una alcantarilla.
No hubo drama, no hubo epifanía. Solo el pequeño sonido metálico de un objeto cayendo al olvido. Como todos caemos eventualmente, pensó Estefanía. Como Lorenzo había caído. Como ella misma caería algún día.
Mientras caminaba, se dio cuenta de que ya no sentía el peso aplastante del duelo, sino algo más sutil y manejable: la certeza de que la vida, en toda su absurda crueldad, seguía adelante. Y que ella, por instinto o por terquedad, seguiría con ella.
No por Lorenzo, que ya no existía para apreciarlo. No por el futuro, que era tan incierto como siempre. Sino por el simple y humilde acto de resistencia que suponía seguir respirando en un mundo por demás miserable.