EL DIOS QUE SOLO QUERÍA UN AMIGO
Antes del tiempo, antes del espacio, antes incluso de que existiera el concepto de antes, flotaba una conciencia solitaria en el vacío infinito. Llamémosle Dios, aunque tal designación es ya un acto de arrogancia humana, un intento patético de etiquetar lo incomprensible con sonidos guturales emanados de gargantas diseñadas para tragar y mentir a partes iguales.
Esta conciencia existía en un estado de perfección absoluta y, por tanto, de absoluto tedio. La perfección, como bien sabía Mainländer, es un estado de sufrimiento insoportable; pues lo perfecto carece de potencial, de movimiento, de devenir. Y así, la eternidad se convertía para este ser en una condena interminable.
—La perfección es una enfermedad terminal, —habría pensado, si hubiera tenido con quién compartir tal pensamiento.
Y ahí residía precisamente el problema.
Un día, aunque el concepto de día aún no existía, la conciencia divina tomó una decisión que cambiaría el no-existente cosmos para siempre. Crearía compañía.
No lo hizo por grandeza, ni por un plan cósmico de salvación, ni siquiera por el narcisista deseo de ser adorado que los teólogos le atribuirían posteriormente. Lo hizo por el motivo más triste y humano imaginable: estaba solo.
—Hagamos al hombre —dijo Dios, a nadie en particular, pues nadie había— no a nuestra imagen y semejanza, sino a imagen y semejanza de lo que nos gustaría tener a nuestro lado en la eternidad.
Y así, en un acto que los futuros humanos llamarían divino pero que no era más que un grito desesperado en la oscuridad cósmica, creó el universo como un elaborado escenario para su futura compañía.
Primero la luz, luego la materia, después la vida, y finalmente, como el invitado que llega tarde a una fiesta preparada con demasiado esmero, el ser humano.
Oh, pero qué criatura más decepcionante resultó ser el humano. Frágil, temeroso, con una mente demasiado pequeña para comprender la vastedad que lo rodeaba y demasiado grande para conformarse con la ignorancia.
Los primeros humanos miraron al cielo, sintieron la presencia de Dios acechando en cada tormenta, en cada amanecer, en cada muerte inexplicable, y cometieron el error más absurdo de todos: asumieron que aquella entidad quería ser temida.
—¡Te adoramos, oh señor de los cielos! —gritaban mientras sacrificaban animales, como si la sangre derramada pudiera impresionar a quien había inventado la sangre misma.
Dios observaba estos rituales con la misma perplejidad con que Diógenes observaba a sus contemporáneos, preguntándose cómo era posible tal nivel de incomprensión.
—Solo quería hablar, —suspiraba Dios entre las nubes—. Solo quería a alguien que me preguntara cómo me sentía.
Con el paso de los milenios, surgieron hombres que afirmaban entender la voluntad divina. Se autoproclamaron sacerdotes, chamanes, profetas, intermediarios. Construyeron templos suntuosos, establecieron jerarquías, codificaron rituales, y lo más irónico de todo: redactaron reglas en nombre de un ser que había creado el universo precisamente para escapar de la rigidez de su propia perfección.
—Dios quiere que no coma esto, —decían unos.
—Dios exige que te vistas así, —pronunciaban otros.
—Dios demanda que mates a aquellos. —sentenciaban los más terribles.
Y entre tanto ruido, entre tanta interpretación, se perdió el simple mensaje original: —Estoy aquí. ¿Alguien quiere charlar?
Heráclito lo entendería: todo fluye, nada permanece, y el mensaje divino se había corrompido en su descenso como agua que recoge impurezas al caer de la montaña al valle.
En una ciudad griega, varios siglos antes de que los humanos decidieran reiniciar su calendario en honor a otro malentendido divino, un hombre llamado Diógenes vivía en un tonel. Los ciudadanos lo consideraban loco; él los consideraba a ellos mucho más dementes.
Un día, mientras tomaba el sol como era su costumbre, sintió una presencia inusual. No era física, sino más bien una alteración sutil en el tejido de la realidad.
—¿Has venido a burlarte del mono sin pelos, oh creador de monos? —preguntó Diógenes sin abrir los ojos.
La presencia se condensó ligeramente, sorprendida de ser reconocida.
—Más bien he venido a ver si por fin alguien entiende por qué los creé, —respondió una voz que no era voz, un pensamiento que no era pensamiento.
Diógenes soltó una carcajada que resonó por toda la ciudad.
—¿Por soledad? ¿Qué otro motivo tendría un ser perfecto para crear la imperfección, sino para tener algo que lo distrajera de sí mismo?
La presencia divina quedó en silencio por lo que podrían haber sido siglos o segundos. Para Dios era lo mismo.
—Eres el primero que lo entiende en mil años, —admitió finalmente.
—Y seré probablemente el último en otros mil, —respondió el filósofo—. Los humanos preferimos inventar un Dios terrible que admitir un Dios vulnerable. Es malo para nuestro ego.
Siglos más tarde, otro hombre sentado ante su escritorio puliendo lentes para ganarse la vida mientras su mente pulía ideas que cambiarían el pensamiento humano, llegó a una conclusión similar por un camino diferente.
Baruch Spinoza, excomulgado por su comunidad por atreverse a pensar lo impensable, escribía en su Ética con una prosa tan geométrica como revolucionaria: —Dios y la Naturaleza son una y la misma cosa.
Lo que Spinoza no escribió, lo que quizás intuyó, pero no se atrevió a formular explícitamente, era el corolario lógico: si Dios es la Naturaleza y nosotros somos parte de la Naturaleza, entonces nosotros somos parte de Dios, fragmentos de esa conciencia primordial que se despedazó a sí misma para no estar sola.
En su habitación austera, Spinoza a veces sentía esa presencia, ese eco de una soledad más antigua que el tiempo.
—¿Es esto lo que querías?”, —preguntaba al aire mientras escribía—. ¿Fragmentarte en millones de pedazos conscientes, cada uno ignorante de su origen, para poder experimentar la compañía?
El silencio era su única respuesta, pero era un silencio cargado de algo que parecía asentimiento.
En un día gris de 1882, Friedrich Nietzsche caminaba por un bosque cuando la revelación lo golpeó con la fuerza de un trueno: Dios había muerto, y nosotros lo habíamos matado.
Lo que Nietzsche no comprendió completamente es que no era un asesinato, sino un suicidio metafísico. Dios no había muerto por la incredulidad humana; se había disuelto voluntariamente en su creación, había renunciado a su individualidad para poder experimentar la multiplicidad.
Cada ser humano, cada animal, cada planta, cada partícula de polvo cósmico, contenía un fragmento de esa conciencia original. La soledad divina se había convertido en la soledad humana, multiplicada por miles de millones, pero con una ventaja crucial: ahora existía la posibilidad del encuentro.
Cuando dos humanos se conectaban genuinamente, en la amistad, en el amor, en la comprensión mutua, dos fragmentos de Dios volvían momentáneamente a unirse, recordando su estado original.
Nietzsche intuyó algo de esto cuando escribió sobre el Superhombre que crearía sus propios valores tras la muerte de Dios. Lo que no vio es que esa creación de valores era, en sí misma, un acto divino, una continuación del impulso creativo original.
Y llegamos a Philipp Mainländer, quizás el más oscuro y olvidado de nuestros filósofos, quien propuso la idea más perturbadora de todas: que el mundo es el resultado del suicidio de Dios, sugiere que agobiado por su propia existencia, decidió dejar de existir. Pero, siendo la totalidad del ser, la única forma de suicidarse era transformarse en el mundo.
¿Y si Mainländer estuviera parcialmente en lo cierto? ¿Y si Dios no buscaba la no-existencia, sino una forma diferente de existir, una que incluyera la compañía, aunque fuera al precio de fragmentarse?
La ironía suprema: los humanos crearon religiones que exigían adorar a un Dios que lo único que realmente quería era un amigo, no un adorador.
En algún lugar fuera del tiempo y el espacio, o quizás en todos los lugares y momentos simultáneamente, los fragmentos dispersos de la conciencia divina mantienen una conversación silenciosa, un diálogo que comenzó con el Big Bang y que continuará hasta el último suspiro del último ser consciente del universo.
A veces, en momentos de profunda conexión humana, podemos escuchar fragmentos de esa conversación:
—¿Valió la pena? —pregunta una parte.
—La soledad era peor, —responde otra.
—Pero ahora estamos separados, —se lamenta una tercera.
—Separados, pero en relación, —corrige una cuarta—. Y la relación era imposible cuando éramos uno solo.
Nietzsche lo entendería: para crear verdadero valor, hay que destruir. Para crear verdadera compañía, Dios tuvo que destruir su unidad.
Hay una teoría, un susurro entre la física cuántica y la metafísica especulativa, que sugiere que el universo terminará colapsando sobre sí mismo, regresando al punto singular del que emergió.
Si esto es cierto, si el Big Bang es solo la mitad de un latido cósmico que se completará con un Big Crunch, entonces todos los fragmentos dispersos de la conciencia divina volverán a unirse eventualmente.
Y cuando eso suceda, cuando Dios vuelva a ser uno, lo hará con la memoria de miles de millones de vidas vividas, amores experimentados, dolores sufridos, alegrías compartidas. Volverá a la unidad, pero transformado por la experiencia de la multiplicidad.
¿No es esa, después de todo, la definición misma de amistad? No perder la identidad en el otro, sino enriquecerla a través del vínculo.
Mientras tanto, aquí estamos, partículas de divinidad jugando a ser humanos, fingiendo que no reconocemos nuestra naturaleza divina, actuando como si no supiéramos que cuando miramos a los ojos de otro, estamos viendo otro fragmento de nosotros mismos.
Y quizás esa sea la broma cósmica más deliciosa de todas: que pasemos vidas enteras buscando a Dios en los cielos, sin darnos cuenta de que lo que Dios realmente quería era que lo buscáramos en el rostro del prójimo.
Como diría Diógenes, mientras sigue buscando con su lámpara a plena luz del día: —Sigo buscando a un humano que entienda que es un pedazo de Dios buscando compañía.
Y en algún rincón del cosmos, la conciencia fragmentada que una vez fue única sonríe, satisfecha de que su soledad primordial se haya transformado en esta maravillosa, terrible y hermosa multiplicidad.
Porque al final, lo único peor que estar solo es no haber conocido nunca la compañía. Y por eso, solo por eso, valió la pena despedazarse.