LAS CONFESIONES DE CLAUDIA VALERIA
El sol de Tagaste quemaba mi piel mientras observaba a Agustín partir con nuestro hijo. Mi nombre es Claudia Valeria, la mujer que la historia decidió borrar, la concubina que fue más esposa que muchas esposas, la madre que perdió a su hijo por la ambición de un hombre que luego sería santo. Qué ironía más cruel: yo, pecadora por amar; él, santo por abandonarnos.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Sus ojos, brillantes de ambición e inteligencia, me sedujeron igual que sus palabras. Agustín, el brillante orador, el retórico prometedor. Yo apenas tenía dieciséis años cuando me entregué a él. Mi familia, de clase inferior a la suya, vio con buenos ojos nuestra unión a pesar de no haber matrimonio legal. Un concubinato respetable, decían. Qué estupidez.
—El conocimiento es poder, Claudia, —me susurraba en las noches mientras sus dedos jugueteaban con mi cabello—. Algún día seré alguien importante.
No sabía entonces que ese sueño de grandeza me costaría todo lo que amaba.
Mi vientre se hinchó con su semilla cuando apenas había cumplido diecisiete. Adeodato, le llamó: dado por Dios. Curioso nombre para el hijo de un hombre que entonces jugaba con el maniqueísmo como quien juega con ideas filosóficas de sobremesa.
—Es perfecto —dijo la primera vez que lo sostuvo, con una lágrima resbalando por su mejilla.
—Es nuestro —corregí.
—Es un regalo divino —insistió.
Ya entonces Agustín comenzaba a construir su propia narrativa. Mi hijo, nuestro hijo, era un personaje en la historia que estaba tejiendo sobre sí mismo.
Mientras yo amamantaba a Adeodato, Agustín se sumergía en sus libros y sus ambiciones. No era un mal padre. Mas bien, era amoroso cuando estaba presente. El problema es que cada vez estaba menos presente.
Recuerdo una noche, cuando Adeodato tenía cerca de cinco años, Agustín llegó tarde, embriagado de vino y nuevas ideas filosóficas.
—He estado hablando con unos seguidores de Mani, —me dijo, excitado—. ¡Qué claridad tienen sobre el origen del mal!
—El origen del mal está en abandonar a tu familia por perseguir sombras —le respondí, con el niño dormido sobre mi pecho.
Se rio y me besó la frente como quien acaricia a un perro fiel pero ignorante.
—Mi dulce Claudia, algún día comprenderás.
Yo ya comprendía. Comprendía que estaba perdiendo a mi hombre frente a mis ojos.
La primera vez que vi a Mónica, la madre de Agustín, supe que era mi enemiga. No por su trato, que siempre fue cordial, aunque distante, sino por la forma en que miraba a Adeodato: como una mancha en el brillante futuro de su hijo.
—Un matrimonio ventajoso es lo que necesitas —le decía a Agustín cuando creía que yo no escuchaba—. Esta mujer y este niño son obstáculos para tu carrera.
Mónica, la devota cristiana, la futura santa, no veía problema en separar a un niño de su madre si eso elevaba la posición social de su hijo. La hipocresía hecha mujer.
Una tarde, mientras Adeodato jugaba en el jardín, Mónica se sentó a mi lado. Con su voz melosa y su mirada penetrante, me habló sin rodeos:
—Sabes que mi hijo está destinado a grandes cosas, ¿verdad?
Asentí, tensando la mandíbula.
—Y sabes que tú no puedes acompañarlo en ese camino.
—Somos una familia —respondí, apretando los puños bajo mi túnica.
Mónica sonrió con condescendencia. —Eres una concubina, querida. Las ambiciones de Agustín requieren una esposa de buena familia, educada, con conexiones. Sabes que ya está prometido a una niña de buena familia de Milán, ¿verdad? Solo espera a que cumpla la edad apropiada.
Sentí que el mundo se derrumbaba a mis pies. Agustín nunca me había mencionado tal compromiso.
—Mientes —susurré.
—Pregúntale tú misma, —respondió, levantándose con elegancia—. Pero te aconsejo que no hagas una escena. Por el bien del niño.
Esa noche, cuando confronté a Agustín, no lo negó. Con la frialdad de un académico explicando un teorema, me explicó que era lo mejor para todos.
—Podrás quedarte en Cartago, te daré una pensión. Adeodato vendrá conmigo a Milán para recibir una educación apropiada.
—¿Me estás quitando a mi hijo? —El horror en mi voz no pareció conmoverlo.
—Te estoy ofreciendo un arreglo razonable, Claudia. Muchas concubinas son simplemente abandonadas.
En ese momento lo vi claro: Agustín, mi Agustín, había muerto. En su lugar quedaba un ambicioso profesor de retórica dispuesto a sacrificar a quienes amaba en el altar de su carrera.
Los años pasaron. Agustín partió a Milán, llevándose a mi Adeodato. Me prometió cartas semanales, visitas anuales. Las cartas se hicieron mensuales, luego esporádicas. Las visitas nunca ocurrieron.
Me llegaban noticias: Agustín era ahora el profesor de retórica más respetado de Milán. Agustín había abandonado el maniqueísmo. Agustín se había comprometido con una heredera de buena familia. Agustín estaba coqueteando con el cristianismo. Mónica estaba orgullosa.
Y luego, el golpe final: Agustín había tenido una conversión. Había renunciado al matrimonio, a su carrera, a todas las ambiciones mundanas. Se había convertido en un hombre de Dios. Adeodato, mi hijo, había decidido seguir sus pasos.
¡Qué conveniente epifanía! Cuando el matrimonio ventajoso ya no parecía tan ventajoso, cuando la carrera académica ya no prometía tanta gloria, de repente Dios lo llamaba. Y en lugar de regresar con la madre de su hijo, decidía que la castidad era el camino.
La última carta que recibí de Adeodato estaba llena de fervor religioso.
—Madre, he encontrado la verdad junto a mi padre. Hemos renunciado a las tentaciones carnales. Rezamos por tu alma.
Mi hijo, adoctrinado para rechazar el acto mismo que le dio la vida. Mi hijo, enseñado a ver a su madre como una tentación, un obstáculo en el camino hacia la santidad.
Nunca he estado en Milán, pero he imaginado mil veces esa escena en que Agustín decidió renunciar a la carne, al amor mundano, a la vida familiar.
Me pregunto si, en ese momento trascendental, pensó en mí, aunque fuera un instante. Si recordó mis besos, mis caricias, las noches de pasión que nos dieron a Adeodato. Si consideró que su rechazo a la carne era también un rechazo a los años que compartimos.
Probablemente no. Los hombres como Agustín son expertos en reescribir su pasado. En sus Confesiones, me redujo a una tentación, un pecado de juventud. Nuestro amor, simplemente lujuria. Nuestro hijo, una consecuencia de su debilidad que Dios, en su infinita misericordia, transformó en bendición.
¡Qué conveniente! Dios perdona al hombre por sus aventuras juveniles y lo premia con un hijo brillante, pero condena a la mujer al abandono y al olvido.
La noticia llegó en un día de mercado. Estaba comprando telas cuando un comerciante recién llegado de Hipona mencionó la tragedia.
—El hijo del obispo Agustín ha muerto. Una pena, dicen que era brillante. Apenas dieciocho años.
El mundo se detuvo. Las voces del mercado se desvanecieron. Mi corazón dejó de latir por un momento que pareció eterno. Adeodato, mi niño. Muerto sin que yo pudiera sostener su mano, besar su frente, despedirme.
Corrí a casa y escribí una carta frenética a Agustín, exigiendo detalles, preguntando por qué no me había avisado, rogando saber dónde estaba enterrado mi hijo para poder llevarle flores.
La respuesta llegó dos meses después. Era fría, teológica, distante.
—Dios da y Dios quita. Adeodato está ahora en Su gloria. Su muerte fue santa, como su breve vida. Te agradezco haberlo traído al mundo para que yo pudiera conducirlo a Cristo.
Ni una palabra sobre una tumba. Ni una invitación a compartir el duelo. Nada.
Fue entonces cuando decidí que Agustín de Tagaste, el futuro santo, el brillante obispo de Hipona, era en realidad el más grande de los hipócritas. Un hombre capaz de teorizar sobre el amor divino mientras era incapaz del más básico amor humano.
Los años han pasado. Mónica murió y fue venerada como modelo de madre cristiana, ella que me arrebató a mi hijo. Agustín se convirtió en obispo de Hipona, venerado por su sabiduría y su santidad.
Y yo sigo aquí, en las sombras de la historia, borrada de las páginas oficiales, reducida a una nota al pie en la gran narrativa de San Agustín.
A veces, en las noches, imagino cómo sería confrontarlo ahora. Entrar en su basílica en Hipona, interrumpir uno de sus famosos sermones, y gritarle frente a todos:
¡Hipócrita! Hablas del amor de Dios mientras negaste el amor humano. Predicas sobre la familia mientras destruiste la tuya. Escribes sobre la verdad mientras construyes mentiras. ¿De qué te sirve ganar el cielo si perdiste tu humanidad en el camino?
Pero no lo haré. No por temor, sino porque he aprendido algo que Agustín, con toda su teología, nunca entenderá: que el verdadero amor no necesita justificarse, ni convertirse en tratado filosófico, ni ser aprobado por la sociedad.
Amé a Agustín cuando era un joven ambicioso. Amé a mi hijo cada día de mi vida. Y seguiré amándolos a ambos hasta mi muerte, sin necesidad de que ningún dios me lo ordene o me lo prohíba.
Dicen que Agustín escribió sus Confesiones para revelar su alma a Dios. Yo escribo estas palabras para revelar la verdad a quien quiera escucharla.
La verdad sobre un hombre que construyó su santidad sobre el sufrimiento de una mujer. Sobre un sistema que permite a los hombres reinventarse mientras condena a las mujeres a roles inamovibles. Sobre una Iglesia que celebra a quienes abandonan sus responsabilidades en nombre de una vocación superior.
No hay nada santo en abandonar a quien te ama. No hay nada noble en privar a un niño de su madre. No hay nada divino en reescribir el pasado para justificar tus elecciones egoístas.
Si existe un Dios justo, como Agustín predica, algún día nos veremos los tres —Agustín, Adeodato y yo— ante Su presencia. Y entonces no serán las elaboradas teologías las que importen, sino la simple verdad del amor y el abandono, de las promesas hechas y rotas.
Hasta ese día, seguiré siendo Claudia Valeria, la mujer que amó al hombre detrás del santo, la madre que perdió a su hijo en aras de la ambición y la hipocresía religiosa.
Y si mis palabras sobreviven, quizás algún día la historia recuerde que detrás de cada gran santo hay a menudo una mujer olvidada cuyo sacrificio involuntario pavimentó el camino hacia la santidad de otro.
Han pasado veintidós años desde que Agustín se llevó a Adeodato. Veinte desde que mi hijo murió. Esta mañana he tomado una decisión: iré a Hipona.
No para confrontar al gran obispo, no para crear un escándalo, sino simplemente para verlo una última vez. Para mirar a los ojos del hombre que fue mi amante, el padre de mi hijo, y ahora es el venerado San Agustín.
El viaje es largo y peligroso para una mujer sola, pero ya no temo a nada. La pérdida me ha hecho invulnerable. ¿Qué más pueden quitarme que no me hayan arrebatado ya?
La basílica de Hipona es impresionante. Me siento pequeña bajo sus arcos, insignificante entre la multitud que ha venido a escuchar al célebre obispo. Me cubro con un velo, no quiero ser reconocida.
Y entonces lo veo. Más delgado, con el cabello y la barba encanecidos, pero con la misma intensidad en la mirada. Habla sobre el amor de Dios, sobre la caridad cristiana, sobre el perdón de los pecados.
Me pregunto si se perdonó a sí mismo por abandonarnos. Me pregunto si en sus oraciones nocturnas piensa en el rostro de su hijo, que es también el mío. Si recuerda las promesas que me hizo bajo las estrellas de Tagaste.
Al terminar su sermón, cuando la gente se acerca a recibir su bendición, me uno a la fila. Cuando llega mi turno, me arrodillo y levanto el rostro, dejando caer el velo.
Nuestras miradas se cruzan. Veo el reconocimiento en sus ojos, seguido por algo más complejo: ¿culpa?, ¿miedo?, ¿anhelo reprimido? Es solo un instante, pero basta. Sé que me ha reconocido.
—La paz sea contigo, hija mía, —dice, con la voz ligeramente temblorosa.
—Y también con tu alma, Agustín, —respondo, usando deliberadamente su nombre humano, no su título eclesiástico.
No dice más. No puede, rodeado de sus fieles. Pero en ese breve intercambio, en esa mirada, está todo lo que necesitaba confirmar: detrás del santo sigue existiendo el hombre, vulnerable, imperfecto, consciente de lo que sacrificó en su camino hacia la santidad.
Me levanto y me marcho, sintiendo su mirada en mi espalda. No miro atrás. No necesito hacerlo.
Claudia Valeria ha cumplido su propósito. Ha recordado al santo que antes fue un hombre. Le ha recordado el precio humano de su gloria divina.
Y yo, al fin, puedo seguir adelante.